Julio de 1946, en París
En el salón del gran hotel de la margen aristocrática del Sena, un periodista rubicundo y rozagante persigue durante un largo cuarto de hora con sus preguntas insidiosas a un hombre magro, marcado profundamente por los sufrimientos y las privaciones, cuyo rostro apenas oculta un ramo de rosas encarnadas.
Más de un centenar de hombres de prensa y observadores de todo el mundo presenciaban el diálogo.
Periodista: —Señor Presidente, usted es comunista, ¿verdad?
El hombre, pacientemente:
—Sí.
—¿Cuánto tiempo?
—Más de cuarenta años.
—¿Ha estado usted en la cárcel?
—Sí.
—¿En qué cárceles?
—En muchas señor.
—¿Mucho tiempo?
El hombre magro deja aflorar una sonrisa vaga por su rostro, observa al periodista, fresco y rosado, y contesta:
—Sabe usted, en ta cárcel siempre es mucho tiempo.
La respuesta, dada en perfecto francés, llega rápida y precisa. ¿Es un reproche? Los presentes comprueban con estupor que la sonrisa con que fue dada es la misma sonrisa de Londres, de París, también de Hanoi. Es una sonrisa de hoy y de hace miles de años.
¡Qué podía responderse al periodista!
“En la cárcel siempre es mucho tiempo”.
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