El pueblo es inmortal
Una tarde de verano de 1941 por el camino de Gómel marchaba la artillería pesada. Los cañones eran tan grandes que los soldados del cuerpo de tren, a pesar de haber visto ya muchas cosas en su vida, contemplaban con interés las enormes bocas de acero. El polvo llenaba el aire vespertino; las caras y los capotes de los artilleros eran grises, sus ojos estaban inflamados. Muy pocos iban a pie, la mayoría de ellos estaban sentados en los cañones. Uno de los combatientes bebía agua en su casco de acero, las gotas le resbalaban sobre la barbilla, resplandecían sus dientes humedecidos. Era como si el artillero sonriese; pero no sonreía. Su rostro estaba pensativo y fatigado.
—¡Ai… re! —exclamó, de pronto, el teniente que encabezaba la marcha. Sobre el robledal, volaban rápidamente
hacia el camino dos aviones. Los hombres observaban, alarmados, su vuelo y se decían unos a otros:
—¡Son nuestros!
—No, son alemanes.
Y, como siempre en estos
Vassili Grossman
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